lunes, 13 de septiembre de 2010

Panta rei (Todo fluye)

La semana pasada, el jueves 2 de setiembre, oí en el programa “Buscadores” de Canal 5 un mensaje de un televidente recordando que se conmemoraban “66 años” del cambio de mano en la circulación vehicular de nuestro país, ocurrido el “2 de setiembre de 1944”. Ninguno de los cuatro panelistas observó el error, ya que la verdadera fecha de dicho trascendente cambio fue el 2 de setiembre de 1945, hace 65 años. La aclaración de esta equivocación y el ánimo de recordar y compartir las circunstancias de esa jornada motivan la siguiente nota.

2 de setiembre – Cambio de mano

πάντα ρει (todo fluye)
Heráclito de Éfeso
Historia de la “mano” de circulación
En los caminos del Imperio Romano se circulaba por la derecha, ya que todo lo que venía por la izquierda era considerado como signo de mal agüero. Sin embargo, los carruajes y jinetes británicos lo hacían por el lado izquierdo de los caminos, aún antes que Mary Tudor estableciera la primera ordenanza de tránsito en 1555. De ahí que en los países y regiones de influencia británica, se adoptara la izquierda como norma de transitar. La Revolución Norteamericana y la Francesa reaccionaron contra muchas leyes y costumbres inglesas, y entre otras cosas, cambiaron su tránsito a la mano derecha. Así es que Napoleón Bonaparte durante sus campañas estableció la costumbre de que sus carruajes atravesaran toda Europa ocupando el lado derecho de los caminos. A partir de esto, los países en los que la influencia cultural francesa se fue haciendo sentir, adoptaron paulatinamente la circulación por la derecha.
En la actualidad aproximadamente dos tercios de la población mundial (más, si tenemos en cuenta el número de conductores), vive en países que conducen por la derecha; por el aumento de viajes internacionales predomina la tendencia a conducir en el mismo sentido que los países vecinos, como ocurrió en el curioso caso de Namibia, en África, único país del mundo que cambió de circular por la derecha a hacerlo por la izquierda. 
En nuestro país, vaya a saberse porqué, la primer norma de circulación fue del 25 de abril de 1889, cuando la Junta Económico Administrativa aprobó la "Ordenanza Municipal de Tránsito de Montevideo", por la cual todo rodado debía circular por la izquierda, y el presidente Máximo Tajes la homologó el 17 de junio de 1889 con carácter nacional. 


El Gaucho parece indicar al tránsito de 18 de Julio la nueva mano que se avecina

El 2 de setiembre de 1945
Ese día, las radioemisoras uruguayas y de todo el mundo anunciaron que el Ministro de Asuntos Exteriores de Japón, Mamoru Shigemitsu, había firmado la rendición de su país ante el comandante supremo de los Aliados, general Douglas MacArthur y militares de alto rango de todas las fuerzas aliadas, a bordo del buque de guerra estadounidense Missouri anclado en la bahía de Tokio. La capitulación del último país del Eje, tras la caída de la Alemania nazi el 8 de mayo, puso fin oficial a los seis años más sangrientos de la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial.
En la misma fecha, en otra parte de Asia no demasiado lejana, ocurrió otro hecho de trascendencia mundial: nació la República Democrática de Vietnam, cuando el líder de su revolución Ho Chi Minh proclamó la independencia en Hanói, su capital.
Y en Uruguay, ese mismo día, sucedió algo mucho menos relevante pero que afectó a todos sus ciudadanos: se cambió la circulación vehicular a la mano derecha.

El motivo del cambio de mano fue, fundamentalmente, la unificación de las normas de circulación en toda América. Uruguay fue el último país sudamericano -si exceptuamos a Surinam y Guyana que todavía conducen por la izquierda-  en adoptar la medida, Argentina lo había hecho tres meses antes. Entre otras cosas, se pensaba que la carretera panamericana que iba a conectar por tierra a todos los países del continente, y por la que se iba a circular por la derecha, era un proyecto a corto plazo. La Convención de la OEA -llamada en ese entonces Unión Panamericana- de 1930, había aconsejado la medida, y el Congreso Panamericano de Carreteras celebrado en Santiago de Chile, opinó que el momento era propicio, ya que al final de la Guerra se reabrirían las importaciones y los nuevos automóviles vendrían con el volante a la izquierda.
Los que recordamos esa época tenemos grabada la fecha en la memoria, ya que en 1945, nuestro país y especialmente Montevideo se había llenado de unos llamativos afiches amarillos en el medio de los cuales se destacaba una roja mano derecha en actitud de “Pare” sobre la única leyenda: “2 de setiembre – Cambio de mano”.
Durante mucho tiempo conservé una copia del afiche que las maestras hicieron incorporar a todos los escolares en su “carpeta” -en mi caso la de segundo año- por lo que puedo asegurar que fue en 1945. Y por esos años en la escuela nos enseñaron que las palabras “septiembre” y “obscuro”, en nuestro país ahora se escribían “setiembre” y “oscuro”.
Entonces, el domingo 2 de setiembre de 1945, a las cuatro de la mañana el territorio de la República Oriental del Uruguay todavía permanecía oscuro, cuando el escaso desplazamiento de vehículos en sus calles y rutas debió cambiar su senda de circulación (habría sido interesantísimo estar a esa hora en alguna avenida importante para presenciarlo).


Antes del cambio - 18 de Julio y Julio Herrera y Obes
   
Amaneció un día casi primaveral y soleado. Mi madre nos llevó, a mi hermana Leticia y a mi (Leticia estaba por llegar a sus cuatro años y yo a mis ocho) hasta el cruce de la calle Asencio (hoy Grito de Asencio) con la avenida más importante del barrio, Agraciada, para observar la nueva circulación de los vehículos por la senda derecha. Nos instalamos en la nueva parada –las paradas de transporte colectivo ese día cambiaron de esquina, para situarse antes de que los coches cruzaran las calles- justo enfrente de donde estaba por ser demolido el edificio de mi escuela, que se había trasladado ese mismo año a otra ubicación para dar lugar a la plazoleta donde sería instalado el monumento al General San Martín de Edmundo Prati, lo que se concretó ¡veinte años después!
Muchos vecinos estaban junto a nosotros disfrutando de lo que constituía una asombrosa transfiguración del paisaje capitalino. Prestábamos especial atención a los ómnibus y tranvías, ya que eran los que mostraban la mayor novedad.

Los tranvías



Este modelo de tranvía circulaba cuando el cambio

El conductor de los tranvías, el “motorman”, iba de pie en el centro de la plataforma delantera desde donde gobernaba su movimiento con dos palancas horizontales giratorias, a las que cada motorman colocaba sus fundas personales, generalmente tejidas de lana de colores en el “manubrio” vertical; una era el freno y la otra el acelerador. 


La palanca del motorman hacía esto
Cuando el tranvía llegaba a un cruce de vías, tenía que seleccionar por cual seguir. Entonces el motorman detenía el vehículo y a veces sin descender, tomaba la “palanca”. Esta era una gruesa varilla de hierro cuyo extremo superior en forma de mango de paraguas servía para colgarla en el costado del coche, y terminaba en un borde achatado como un gigantesco destornillador. Con ella hacía el desvío, el “cambio de aguja”, para lo cual la introducía haciendo cuña entre los rieles corriendo el que no iba a ser utilizado unos centímetros con lo que la rueda del tranvía, de hierro con borde saliente, continuaba rodando en la otra dirección (sistema similar al de los ferrocarriles).
Algunos tranvías eran simétricos, tenían motores eléctricos y comandos tanto en la plataforma delantera como en la trasera, de manera que eran “reversibles”; cuando llegaban al destino no doblaban, sino que sólo se giraba 180° el “troley” que llevaba la energía eléctrica desde el único cable aéreo a sus motores, y el motorman pasaba a la otra plataforma (sin olvidar sus fundas).
Como dijimos, el motorman conducía colocado en el centro de la plataforma delantera, sobre el eje del coche, por lo que el cambio de mano no lo afectó mayormente. Pero los pasajeros debíamos subir o descender de los tranvías ahora por las escalerillas de su costado derecho. Tanto las plataformas traseras –de ascenso y descenso-, como las delanteras –solo de descenso- eran abiertas, y su único cerramiento era una rejilla plegable de metal de aproximadamente un metro de altura. Al cambiar la mano, y con ella el lado por el que los pasajeros subían o bajaban del tranvía, simplemente se abrieron las rejillas del costado derecho y cerraron las del abandonado costado izquierdo.

Los ómnibus

Antes del cambio: dirección a la derecha y puertas a la izquierda

Con los ómnibus –por favor, no omnibuses como se lee en 909000 páginas de Internet- sucedió otro tanto. En ellos, como en los automóviles, seguramente el mayor inconveniente era la ubicación del “chofer” (del francés chauffeur) como se llamaba a los conductores. La cabina, todavía en algunos coches separada del cuerpo del vehículo donde viajaban los pasajeros, estaba sobre la derecha. El criterio es que el volante debe estar ubicado del lado más alejado del cordón de la vereda para que el conductor pueda ver hacia adelante cuando quiere rebasar a los que circulan en el mismo sentido. Los nuevos modelos de ómnibus y automóviles que se utilizaron en nuestro país a partir de 1945, ya traían la dirección a la izquierda.


Antes del cambio: dirección a la derecha y costado derecho sin puertas


Si bien, al igual que en los tranvías, se solucionó el ascenso por la derecha con una simple apertura de la rejilla plegable del costado derecho de la “plataforma”, cerrando la del lado izquierdo, no sucedió lo mismo con la puerta de descenso delantera, que no era una rejilla sino una puerta completa, accionada mecánicamente por el chofer. Hubo que modificar las carrocerías para cambiarlas desde la izquierda a la derecha. Esto debió realizarse antes y después del cambio de mano, desde que los que circulaban por la nueva mano el 2 de setiembre ya debían tener dicha puerta sobre su derecha; supongo que muchos coches fueron reformados antes, y los que todavía no podían circular, deben haber sido corregidos rápidamente para atender las nuevas necesidades.

Después del cambio; dirección todavía a la derecha y puertas también a la derecha

         La coladera
Era costumbre de los muchachos varones y hombres jóvenes –no de las mujeres de cualquier edad ni de los niños o ancianos- subir y bajar de los ómnibus y tranvías en movimiento, tanto es así que los motorman y choferes, si veían que en la parada pretendían ascender o descender unos pocos de estos, no detenían su andar totalmente sino que sólo aminoraban la velocidad de la marcha. Los “botijas” llamábamos a esta acción subir o “tirarse“ “de coladera”. En realidad, la coladera era la trepada  subrepticia a la parte exterior trasera de un medio de transporte colectivo. Los que hacían la coladera, debían subir y bajar en movimiento, ya que cuando el coche estaba detenido, el guarda –si los advertía y podía- lo impedía. Por analogía, ascender y descender en movimiento se llamaba “de coladera”. Mostrábamos las habilidades que podíamos realizar; la más difícil era la “coladera hacia atrás” o “porteña” al bajar, que consistía en saltar girando en el aire hasta quedar de espaldas a la dirección del vehículo y tocar el suelo con los pies hacia atrás; a veces conseguíamos quedar “clavados” o al menos detenernos al dar un par de pasos hacia atrás –como vemos en la gimnasia olímpica-. Los campeones de dicha acrobacia, con su pesado atado de periódicos bajo el brazo y colgado del cuello con una cinta de cuero, eran los “canillitas” que subían y bajaban continuamente voceando los titulares de las noticias de los diarios que vendían. Cuando cambió el lado del coche desde el cual se saltaba, hubo que reaprender las destrezas; ahora el pie que tocaba primero el suelo era el derecho en lugar del izquierdo. ¡La de porrazos que hubo en los primeros tiempos! Imprevista consecuencia del cambio de mano.

Los automóviles
Al igual que los ómnibus, tenían el volante en la derecha con los mismos inconvenientes. Pero además, no tenían señaleros (si no recuerdo mal, estos recién llegaron con el modelo de Ford Prefect en 1947, en forma de dos palanquitas luminosas que se lavantaban mecánicamente entre la puerta trasera y la delantera contra el techo). Para anunciar a los que venían detrás que se iba a doblar -o a rebasar otro vehículo cambiando se senda-, era obligatorio “sacar la mano” por la ventanilla, el brazo extendido hacia la derecha o hacia arriba con la mano indicando la izquierda, según el caso, con la consiguiente mojadura en los días de lluvia que exigían abrir las ventanillas, engorrosa operación para la que había que girar repetidamente la palanca que bajaba el vidrio.
El día del cambio de mano la mayoría de los choferes pegaron en la luneta trasera de sus autos cartelitos de papel con una flecha indicadora, para indicar que debían ser rebasados por la izquierda.

Los carros


La jardinera del panadero

Con todo, el espectáculo más interesante de ese fantástico día, por lo curioso y hasta reidero, fue el de los vehículos de tracción a sangre.
Por ese entonces, en las ciudades uruguayas y especialmente en Montevideo, el abastecimiento de ciertas mercaderías de consumo habitual era realizado por carros tirados por caballos o sus primos las mulas. Por mi casa pasaban casi diariamente, en horarios conocidos, el carro del lechero –el más ruidoso, por el entrechocar de las botellas de vidrio-, el carro del panadero, el carro del verdulero, el carro del almacenero, el carro del colchonero -que ofrecía el servicio de “escardar” la lana de los colchones “vencidos” dejándolos como nuevos-, el carro del hielo, el carro del “Agua Jane” (con sus cuatro impresionantes y blancos caballos frisones), el carro de la basura, el del compra-ventero (“camas de bronce y colchones coooompro, artículos de hierro y de hojalata coooompro” cantaba su propietario), y tal vez algunos más, que no recuerdo en este momento.
Esos carros, que eran llamados “jardineras”, recorrían cuadra por cuadra llevando sus mercancías a los clientes. Rodaban sobre dos ruedas enormes con llanta de hierro; los que debían preservar sus mercaderías eran techados, y aún algunos tenían adelante dos ruedas más pequeñas. Tiraban de ellos uno o dos caballos, con anteojeras, un característico collar con cascabeles que tintineaban en su pechera y algunos con plumas de adorno en su frente.
Como detalle, el del hielo se detenía solamente en cada esquina, y a él acudíamos para comprar “un kilo”, “dos quilos y medio”, etc. de hielo, que el hielero cortaba de una larga barra de unos 20 x 20 centímetros de sección y hasta un par de metros de largo, con una “uña” especial. Después pesaba el trozo en una balanza, sin errar casi nunca lo solicitado. Con ese hielo alimentábamos las “heladeras”, simples muebles de madera que entre una doble pared de hojalata tenían planchas de corcho natural como aislante, manteniendo la leche, la manteca, la carne y otros alimentos enfriados hasta el día siguiente (nuestro hogar fue de los privilegiados que obtuvo su primera heladera eléctrica –con el motor arriba- allá por la década de 1950...).
Los carros “ambulantes”, que iban ofreciendo productos y servicios, recorrían lentamente las calles esperando las solicitudes, pero los que tenían sus clientes fijos, como el del lechero, el del panadero, el del verdulero, se detenían prácticamente en cada puerta. Los caballos ya tenían registrada cada parada, haciendo muchas veces innecesario que su dueño subiera y bajara del pescante del carro: bastaba un suave grito para que arrancaran y se detuvieran frente a la casa del siguiente cliente.
Se destacaba el carro del basurero, con tres mulas a las que bastaba oír la orden para detenerse o seguir frente al “cajón“ o “tacho” de basura –no existían las bolsas plásticas, los primeros objetos de “material plástico” llegaron a nuestro país en 1949, y las bolsas muchísimo después- que cada vecino sacaba poco antes de su pasada.
Estos animales, con su itinerario absolutamente condicionado, ¿cómo iban a responder al cambio de mano? La tenaz lucha de sus conductores demoró semanas para reacostumbrarlos a ir por la derecha, y sus jocosas dificultades fueron quizás lo más sabroso que recuerdo como anécdota de la nueva situación (especialmente las mulas del basurero, que se “empacaban” negándose a seguir y desesperando a los basureros que se veían obligados a utilizar sus rebenques).

Los peatones
Desde de ese día tuvimos que acostumbrarnos a “mirar al revés” al cruzar las calles, es decir, poner atención a los vehículos que venían ahora por la mano derecha. En los primeros días hubo no pocos accidentes, un par de ellos mortales, porque la costumbre de atender a los que se nos acercaban por la mano izquierda estaba muy incorporada a nuestros hábitos. No fueron sólo las mulas y los caballos los que tuvieron que reacondicionar sus reflejos...

Los varitas
Los que seguramente tuvieron que multiplicar sus esfuerzos desde el día del cambio de mano, fueron los “varitas”. Estos eran policías entrenados especialmente para ordenar el tránsito. Los varitas agregaban a su uniforme unas anchas y blanquísimas bocamangas de cuero y un casco también blanco, y desde garitas elevadas y con techo especialmente situadas en los cruces complicados de mayor circulación de vehículos, o simplemente parados en unas tarimitas portátiles de madera, dirigían el tránsito haciendo sonar un sonoro pito que emitía dos notas características. Comenzaron a ser sustituidos a partir del 15 de febrero de 1953, cuando se inauguraron los primeros semáforos automáticos en Montevideo, en el tramo de 18 de Julio entre Andes y Ejido (recuerdo cuando ese año se hizo el ensayo del primero de ellos, instalado en la esquina de 18 de Julio y Río Negro).

Por falta de mano
Cuando todavía no estaban bien asumidas las normas de circulación, sobre todo en algunos pueblos o pequeñas ciudades del interior de nuestro país, sucedió este jocoso episodio. Contaba el escritor Santiago Dossetti, uno de los principales referentes de la cultura minuana -a quien conocí y de cuyos hijos fui amigo- que a principios del siglo XX, los dos únicos autos que había en la ciudad de Minas se encontraron de frente en la calle principal, y sus choferes quedaron tan desconcertados que sin saber para qué lado desviar, chocaron.

Colofón
Citando nuevamente a Heráclito de Éfeso, uno de los más trascendentes aforismos –complementario del del acápite- que nos legó dice: ποταμοις τοις αυτοις εμβαινομεν τε και ουκ εμβαινομεν, ειμεν τε και ουκ ειμεν τε, cuya transliteración es: En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos.
Apoderándonos ilegítimamente de su esencia podríamos decir que al mismo tranvía que antes subíamos por la izquierda, ahora subíamos por la derecha, pero ni los tranvías ni nosotros éramos ya los mismos.

Carlos Abraira







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